Es una historia íntima que pretende construir una narración que sirva como autobiografía, ya sea ésta fiel a la memoria o ficcionada, iconoclasta con los recuerdos o terapéutica. En ella se desnuda una Raquel y mil raqueles, nos desnudamos todas. Los poderosos conceptos que se manejan en estas imágenes son unipersonales y salen de la mochila vital de la autora para ser universales y extrapolables a cualquier cuerpo con (poca) capacidad para la gestión emocional, esa asignatura que nunca cursamos y por la que acumulamos ceros como catedrales góticas en el ventrículo izquierdo.
La autora se expone doblemente con este nuevo trabajo –radicalmente diferente a los anteriores– como mujer y como artista. Como mujer habla de forma descarnada, sin tapujos y con el empoderamiento que acumuló en la sombra en la que había estado agazapada. Como artista evidencia su madurez con un giro meridiano en su forma de afrontar sus proyectos. El poder de la sombra nace, como dijimos, del encaje de varias series que orbitaban en su disco duro y que hablaban de estados de ánimo que se antojaban en polos opuestos. No se tejieron hasta que aparecieron las agujas necesarias, las del reloj de la distancia que nos ayudan a dejar de compartimentar nuestras emociones.
En un hilo narrativo de avance en un único sentido, nos va deshojando esas emociones al ritmo de montaña rusa que nos hace subir y bajar vertiginosamente, que nos genera expectativas y nos decepciona, nos da placer y miedo, nos excita y nos entristece. Nos habla de amor y de todo lo contrario… y por el medio, como dice la autora, «existe un punto en el espacio donde el amor y el dolor se encuentran»
Las escenificaciones están cargadas de simbologías que se disponen en la imagen como acertijos superpuestos, donde ningún elemento del encuadre está por azar. Los personajes juegan a ser los alter ego, los estados de ánimo y los hombres (o la ausencia de ellos) al mismo tiempo. Los espacios y los paisajes toman protagonismo como metáforas de los sentimientos. El rojo, la tela que se va y el recuerdo que de ella queda, el poderoso simbolismo del pozo tan presente a lo largo de la historia del arte, el blanco, el plástico para cubrir el cuerpo, el negro, la ruina con vestigios de lo que fue, las texturas de las paredes del abandono y la añoranza, la saturación de la sábana usada, el bosque de sombras, el marrón, la hoja caída de la muerte y el árbol desnudo con esperanzas de primavera, el azul, el vestido del mar agitado, el marco de la imagen a la que enfrentarse, la mancha del óxido fértil y al fin, un sendero luminoso de salida que nos obliga a caminar ojipláticas para ver más allá de la niebla, adelantándonos al devenir.
Debemos celebrar el poder ver imágenes como estas que nos hablan de un aprendizaje vital para no seguir tropezando en las mismas piedras que a todas se nos ponen delante. Pero debemos vanagloriarnos también por asistir a este tiempo en el que la fotografía se puede mostrar desde lo femenino ya que, hasta no hace mucho tiempo, la masculinizada fotografía huía de lo importante: lo emocional, el cuerpo y los cuidados.
Calviño se nos presenta como una montaña de mujeres asombrosamente distintas, cada una de ellas vive separada en soledad de las demás por un breve espacio sin mujeres. Esto es nuestro paso por la vida: la muerte, la pérdida, el luto, el dolor, el desapego, el deseo, la soledad, el amor, la violencia, el abandono, el desamor, la pasión. La calma siempre aparente que posee esperar a que la vida comience mañana.
Y finalmente todo está en orden, cada herida está en su sitio. Podemos partir. Y el mundo traza su ruta nuevamente en el horizonte. Pero Raquel nos ha enseñado que integrar nuestra propia sombra nos va a permitir convivir con nuestra luz y con nuestra oscuridad.
Vítor Nieves
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